que más que avanzar decrece
donde el amor es una sombra
donde la fe fenece.
El Vendedor de Versos.
Dime qué haces atormentándote desde ese rincón oscuro, siéntate a mi lado, confía en mí.
¿Cuál es el mayor de tus problemas? Quiero que me cuentes la causa de tu angustia, de tu pena, de tus lamentos. De que llores por las noches amargamente. De que quieras acabar con todo, de que la vida te sepa a mierda y castigo. ¿Por qué te atacan depresiones tan violentas?
¿Acaso alguien te maltrata? ¿Naciste en la miseria, en un país explotado? Cuéntame si de pequeño tus juegos fueron en un parque con jardines, fuentes y columpios… ¿Tuviste una familia, un hogar lleno de paz?
O… ¿trabajaste como un esclavo para ayudar a tu familia? Dime si no fuiste a la escuela porque, simplemente, te privaron de vivir tu infancia. Quizá sufriste abusos de tu padre. Llegaba borracho a las tantas, le pegaba a tu madre, os violaba… Era un alcohólico, un hijo de puta. ¿O era un ludópata? Nunca te quiso, nunca te dijo “te quiero”, afróntalo con sinceridad, dime, ¿nunca te abrazó, nunca te besó?
¿Conociste a alguien atrapado por las drogas? ¿Alguien que destrozara su vida y la de quienes le rodeaban?
A lo mejor naciste postrado en una silla de ruedas. En esa cárcel que te priva de vivir como un ser humano se merece. Sin percibir el tacto de una flor. O sin verla. O sin escuchar nada. Sin tener sensibilidad en todo el cuerpo.
¿Viste morir a alguien que querías? Comprendo tu dolor. Puedes hablar conmigo. ¿Fue el cáncer su verdugo? ¿Un accidente, otra enfermedad? ¿Qué lo mató?
Sal de tu rincón oscuro y, si no es este ninguno de tus problemas, por favor, ilumínalo, y piensa. Piensa en tu suerte y vive. Vive.
No te refugies en lamentos, no le des lugar al llanto, no prives a las sonrisas de florecer en tu boca. Lucha, ayuda, sal de tu egocentrismo. Da, porque la vida quita sin avisar, pero premia y a veces no nos damos cuenta.
El Vendedor de Versos.
Deprisa me vestí con lo primero que encontré en mi desordenada habitación. Unos tejanos, una camiseta blanca con las mangas cortadas, y unas deportivas blancas. Tras un portazo, me abalancé a la calle en busca del silencio, huyendo de los gritos y los reproches. Era la misma historia de siempre. Mi falta de responsabilidad, la pasividad que transmito hervía los nervios en casa. Siempre me he tomado las cosas con calma, dejando para última hora lo que de sobra me daba tiempo de hacer hoy, y con el paso del tiempo sigo sin cambiar un ápice mi comportamiento. No sé, no creo que sea para tanto.
Algo me oprimía el pecho, como un desasosiego constante. Desde que llegué llevo días y días sin parar de pensar ni un segundo en mil cosas, mi cabeza no para. Y a veces le pido que me dé tregua, dame un poco de paz por el amor de Dios. Pero no cesa, y mis pensamientos viajan a mil por hora, me arrojan recuerdos a la cara, algunos que duelen…
El paseo sirvió de mucho. Con el ajetreo rutinario de cada día, dejamos de fijarnos en los pequeños detalles. Y dónde sino se encuentra la felicidad. Justo en la entrada de mi antiguo instituto hay un pequeño jardín vallado, donde crecen rosales que sin dolores de parto dan a luz a rosas de todos los colores. Donde estaban las flores solo veía exámenes, profesores tediosos, y paredes frías y grises.
En el taller de enfrente del instituto, hay un pequeño apartamento donde vive el mecánico. Se le oía moler café desde la calle, y la televisión estaba encendida, y el ventilador de aspas del saloncito apagado.
Las ventanas de los vecinos de los bloques colindantes se alumbraban por la luz de más televisores. Curioso contraste, que desprenda un resplandor el aparato que oscurece las pocas luces que ya tenemos. El chisme que adormece nuestras ganas, nuestro espíritu, que nos amuerma, nos atonta y nos vende lo vano y lo chusco envuelto en audiencias de récord.
Acostumbrado a Barcelona, no encontrarse tráfico paseando por la noche, y escuchar solamente el sonido de mis pasos daba cierto miedo. Si es que tengo la capacidad de asustarme de algo a estas alturas. Subí a paso lento por el paseo del Parque, lleno de casitas bajas en su margen izquierdo. Parece que en ellas no viva nadie. Con las persianas bajadas apenas se perciben sonidos desde su interior, ni luces ni movimiento.
Recuerdo la casa de color asalmonado, hoy en obras. De pequeño soñaba con vivir allí. Cuando volvía de jugar a fútbol en el parque, con las rodilleras llenas de barro, mis guantes de portero y el balón bajo mi brazo, fijaba la vista en aquella pequeña casita adosada, vete a saber por qué razón. Imaginaba que un día sería mi casa. Ahora esa pequeña casa adosada no me parece más que ridícula y poco acogedora. La magia se pierde y la amargura nos toma a medida que nuestra parte infantil vuela lejos para no volver.
Subiendo hasta llegar casi al final del paseo, giré a la izquierda. A unos cincuenta metros me quedaba un albergue, del que procedía el jaleo de los chavales que pasaban allí unos días de sus vacaciones de verano.
Rodeando las manzanas de chalés, me fijé en uno muy grande, con el exterior de piedra y madera de roble. En el jardín cenaban y charlaban animadamente familia y amigos de los pudientes anfitriones. ¿Quién puede pensar en toda la mierda que hay en el mundo, si tu casa apesta a lujo y aposentas tu elegante culo en sofás de confortable cuero? Eso me lleva a pensar en qué interés pueden tener los políticos, los diplomáticos, en la gente que nunca comprenderá lo que es un banquete regado por el mejor vino. Con sus vidas de viajes, hoteles, y lujos que paga el pueblo, ¿quién comprende al que siente rugir de hambre sus tripas, al que no tiene trabajo, al que debe mantener a una familia, al enfermo, al miserable?
Cerca del parque donde pasé mis tardes jugando cuando era niño había un gran descampado. Ahora se levantaba sobre él una moderna guardería. El puente que conducía al pueblo más cercano era nuevo y habían hecho una rotonda para acceder a él sin peligro. Aún recuerdo el viejo puente que tenía pinta de que fuera a derrumbarse si el río bajaba con fuerza, o si se juntaban unos cuántos coches para cruzar.
Yendo hacia las afueras del pueblo, como una visión irreal se plantó ante mí. Era una enorme y nueva zona urbanizada. ¿Dónde están los campos sembrados? Saltando una valla, curioso, recorrí aquel entramado de carreteras urbanas de ciudad en miniatura, recién asfaltadas, de carriles bici y zonas de paseo. Los aspersores regaban la zona ajardinada y los caracoles salían al presentir la humedad. Tuve la fantasía de estar acompañado. Y que tumbados sin más quehacer que observar el cielo oscuro, nos sorprendiera el riego de los aspersores y nos comiéramos a besos, sin preocuparnos de acabar empapados. Tomé a un caracol, que curioso asomaba de su caparazón, y se situaba peligrosamente en mitad de la carretera. Lo coloqué en la hierba, para que campara a sus anchas. ¡Quién tuviera caparazón para esconderse de vez en cuando!
Absorto en mi paseo y percibiendo los aromas de esa noche de verano, me sobresaltó la llamada de Gerard. “Quedamos en veinte minutos en la fuente del paseo”. Di un rodeo para alargar el trayecto y llegar con el tiempo justo con tal de no esperarle demasiado. Tomamos una cerveza servida por la chica con los ojos más bonitos del pueblo. Una camarera del este. No son tan hermosos como los de Lorena, ni esa pobre camarera de rostro triste tiene su sonrisa luminosa, pero en esa noche de melancolía era lo más bello que vi.
Conversaciones con él, sobre nuestra ansiedad. Mi preocupación por no hallar un sitio en este mundo. Recordaba aquella canción de flamenco que decía, “carromatos llenos de gente, yo no encuentro mi sitio, yo no lo encuentro”. Deprime no poder salvar casi nada, ni personas buenas, ni valores, ni acciones, ni sentimientos puros. Nos ahogamos y necesitamos oxígeno a bocanadas, necesitamos respirar proyectos, ilusión y ganas.
Sin ganas de más, me despedí y enfilé el camino hasta casa, para escribir brevemente sobre esa noche de verano.
Siempre pensé que era más filósofo que fotógrafo. Un sabio, alguien tremendamente inteligente. El tipo de persona del que me encanta rodearme, de los que pocos se hallan. Cuando rompía el silencio superaba su belleza, con palabras que hacían que el resto del mundo se detuviera, esperando a que terminara, en un segundo plano.
Él amaba la fotografía por encima de todas las cosas. Su instrumento de pensar, el mismo que seguía enseñándole muchas cosas. Solía contar con nostalgia que fue producto de la fotografía, que nació gracias a ella. Su padre enamoró a la que sería su madre enviándole un retrato.
Hablaba de cosas profundas. Una vez le pregunté por la fragilidad de la verdad. Me contestó que en nuestra era la distinción pertinente en campos como la política o la omnipresente economía ya no está entre lo verdadero y lo falso, sino entre lo verosímil y lo inverosímil. La diferencia ya sólo está en mentir bien o mal, porque la verdad la hemos dado por perdida.
Y cuán posmoderna era la fotografía en esto: miente siempre. Y un buen fotógrafo es el que mejor miente, dándole una dirección ética a su mentira.
Yo detesto Facebook, Tuenti, las nuevas redes sociales donde todo hijo de vecino cuelga sus fotos sin pudor ninguno. Basta con darse un garbeo por la red para realizar la fantasía infantil de ser el hombre invisible, y atravesar las paredes, fisgar sin ser visto. Los hay morbosos, ingenuos, inteligentes, mórbidos, estúpidos, sutilmente eróticos y definitivamente horteras. Él rebajaba mi indignación. Hoy la fotografía ya no se hace para inmortalizar una ocasión solemne. No es memoria del pasado, es parte del presente y tan efímero como él. Quienes cuelgan fotos íntimas, temen y desean al mismo tiempo que sean públicas.
Resulta gracioso, pero la red se convierte en algo parecido a lo que debieron ser las bibliotecas en tiempos de Cervantes: el lugar para vivir vidas paralelas.
¿Y qué sino buscamos? Alejarnos de la aburrida realidad, de la monotonía y la rutina, cada uno por diferentes vías de escape, aunque cada vez más comunes en todos. Se evaden quienes llevan vidas paralelas en la red y entre miles de amigos que cuentan en su página personal, pocos cuentan de verdad en su vida real. Se aleja de la realidad el escritor que vive en sus historias, el cinéfilo, el deportista, el cotilla y el psicólogo.
Y ahora todos observamos todo y todos somos observados.
Si ocurre algo fuera de lo normal miles de objetivos dispararán en cuestión de minutos, incluso de segundos hacia el epicentro del escenario donde ocurra todo.
Y luego está la realidad manipulada por Photoshop. Aunque bien conocemos a individuos que no necesitan ningún programa de retoque fotográfico digital para manipular la verdad. El fotógrafo se muestra tranquilo ante el fenómeno Photoshop. No es más que la vuelta a la pintura, de la pincelada a la pincelada del pintor al píxel por píxel del fotógrafo digital.
¿Y qué somos? El fotógrafo dice que nosotros seremos –ya somos- meros contenedores de historiales de emociones, eso es nuestra identidad.
Si muriésemos y pudieran tomar nuestra memoria y grabarla en un disco duro para que la insertaran en un cuerpo nuevo, seguiríamos siendo nosotros pero en otro cuerpo.
Al igual que la fotografía, la memoria no es la que conserva lo vivido sino la que selecciona lo recordado. El gran papel de la memoria es excluir hechos, no conservarlos. Es lo que hace la fotografía, no plasma toda la realidad, sino que selecciona una parte de ella: la que sale en la foto.
Los ojos no son para ver la realidad, sino para evitar verla toda. Si no lo hiciéramos, sería imposible vivir.
A Joan Fontcuberta, filósofo de la fotografía.
El Vendedor de Versos.
Entonces llamo a la puerta. Y la puerta del refugio siempre está abierta. Quizá tan irreal como el mundo imaginario que todos creamos de pequeños. Ese mundo de inocencia y fantasía, mundo perfecto jamás comparable al que pueda imaginar ningún hombre.
Allí en el refugio, a base de historias, uno huye extasiado y a toda prisa de una realidad que aborrece. Y allí a saltos, a grandes zancadas, al galope, escapa de las barreras, de las fronteras, del “yo no puedo”, de los límites naturales de todo ser humano, se acaricia la irrealidad. Se olvida la mezquindad de la sociedad, su estilo de vida y su motor chamuscado.
En el refugio uno puede morir, incluso matarse, con la certeza absoluta de estar más vivo que nunca.
Y matar. Matar con saña, con premeditación y alevosía a personajes que nunca conocerá.
Se puede hacer el amor durante una noche entera sin rozar siquiera la piel.
Viajar a la otra punta del mundo sin equipaje, sin tomar rumbo hacia ningún lugar.
Amar. Amar locamente y sentir el más puro de los sentimientos sin que nada haya en el corazón.
Describir cosas hasta el más mínimo detalle sin verlas.
Quizá vuelva a la edad media o viaje al futuro, futuro que no distará mucho de la edad media. Ahora los señores feudales visten de traje y corbata.
En el refugio puedes servirte un buen plato del corrompido sistema y comértelo. Y devolver el putrefacto pedazo, sintiéndote tan satisfecho como después de saborear un entrecot en su punto.
Eludir y tratar de mentirosa a la horrible realidad.
En el refugio puedo ser lo que yo quiera. Concebir el mundo que desee, pintar a la gente que yo quiero, decidir hasta el color de sus calzoncillos. Ser rico sin dinero, y vivir hasta que me canse.
Puedo bajarle las bragas a valores que dan risa, a vuestros valores de cartón, y violarlos sin sentirme culpable.
Y a veces lloro en mi refugio sin lágrimas. Que las lágrimas duelen menos que el dolor del alma.
Quiero decirle al mundo que he muerto.
Cuando me vean por la calle que sepan que solo es un cuerpo, una simple carcasa. Un cuerpo que se mueve por inercia, por rutina, por deber, sin demasiada reflexión, quizá ninguna.
Yo no existo. Que me vengan a buscar, a conocer y a querer en mi refugio.
… Introspección…
El Vendedor de Versos.
Poema de Oliverio Girondo.
Llorar a lágrima viva
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.
Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma,
la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.
Asistir a los cursos de antropología,
llorando.
Festejar los cumpleaños familiares,
llorando.
Atravesar el África,
llorando.
Llorar como un cacuy,
como un cocodrilo...
si es verdad
que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo,
pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz,
con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo,
por la boca.
Llorar de amor,
de hastío,
de alegría.
Llorar de frac,
de flato, de flacura.
Llorar improvisando,
de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!