Los vecinos estaban hartos de que todos los candidatos prorrogaran su promesa y nunca construyeran un proyecto serio para solventar el problema.
La sala de urgencias estaba dividida en tres espacios separados por tres viejas cortinas. Solía haber un médico de guardia y dos o tres enfermeras. Por tanto, era de lo más normal que el hospital se quedara pequeño, incluso sirviera de muy poco, cuando ocurrían accidentes graves, y eso pasaba frecuentemente.
Esa mañana del frío invierno, un joven con un tremendo dolor en el pecho y taquicardia se encontraba en observación.
Sus mirada estaba perdida, como si su alma no residiera ya en ese cuerpo. Y su corazón con latía como un caballo al trote, espoleado por un nervioso jinete.
De repente y bajo la incrédula mirada del médico de guardia y otra enfermera de prácticas, se abrió una herida en su pecho. Era como si alguien desde dentro de su cuerpo le hubiera pegado un navajazo al chico, de cuatro dedos de largo. De la herida empezó a brotar sangre a chorros, tanta que en pocos segundos y sin que nada pudiera hacer el pobre equipo médico, la salita se llenó de sangre, la camilla, el suelo, todo inundado de sangre. El médico no sabía que hacer, abrumado ante el extraño caso, intentando parar la terrible hemorragia, aturdido y llamando a gritos al resto de enfermeros, avisando al resto de médicos por teléfono para que acudieran a toda prisa.
En pocos minutos el joven moriría desangrado. Le había matado su propio corazón.
(Cuando los sentimientos te matan...)
El Vendedor de Versos