sábado, 31 de octubre de 2009

La cita

Todavía no había recibido su llamada. Aun así, ansioso por reencontrarse con ella, tomó el metro con tres cuartos de hora de antelación. Decidió llamarla nada más bajar en la parada del metro. El móvil estaba apagado. Para matar el tiempo hasta que llegara la hora de la cita optó por un paseo por el barrio. Le llamaron la atención unos edificios viejos, descuidados y tétricos. Los tendederos estaban repletos de ropa tendida. Las prendas bailaban con gracia, fusionándose con el viento, como si del vaivén de un baile de verano se tratara, secando los tejidos del vestido de la gente humilde.
Empezó a sentirse estúpido observando detalles insignificantes, dando vueltas sin ton ni son. Buscó un bar. Antes de pararse en una terraza, al lado de un enorme parque bullicioso por el juego de los niños, desechó la idea de entrar en otros dos. Uno por cutre y chabacano. El segundo tenía como recibimiento de bienvenida a un gordo borracho aposentado en la barra, y a un ludópata con los ojos rojos mirando fijamente en la máquina tragaperras.
La camarera tardó un rato en salir a la terraza para atenderle. Se sintió reconfortado allí sentado, la brisa era agradable y le vino la inspiración. Una buena elección. Podía entretenerse examinando a quienes pasaban, sin agobiarse por el flujo de paseantes que circulaba. Pidió un zumo de melocotón y hurgó en su cartera buscando lápiz y papel. Se puso a escribir versos. Le divertía la mirada de la mujer que le examinaba con curiosidad desde la mesa del lado.
Diez minutos después apareció Raquel. Su paraticular aura era capaz de hacer latir los corazones aletargados. Su alegría, la más contagiosa de entre todas las epidemias habidas y por haber. Le tenía un cariño enorme. Era diferente a las demás. Huía de la superficialidad y veía más allá de su ombligo. Fue una suerte conocerla. Quién iba a decirle que una noche que pintaba aborrecible le brindaría la oportunidad de ponerla en su vida. La veía más poco de lo que quisiera, por eso los momentos que pasaban juntos tenían algo especial.
De pronto su reacción fue inesperada. Raquel miró dentro del bar, hacia las mesas de la terraza y hasta examinó su propia mesa mirándole incluso a los ojos. Sin más pasó de largo, como buscando a alguien. "Y ese alguien soy yo" pensaba sentado, como en estado de shock al ver que no le prestaba la más mínima atención. Buscó una rápida respuesta, era imposible que hubiera cambiado tanto en apenas unos meses.
La chica continuó bajando la calle y a unos quince metros se encontraba con él mismo. Empezó a pensar que deliraba. Se pellizcó fuertemente en el brazo para comprobar que no era un sueño macabro. Raquel y su otro yo se saludaron con dos besos, se abrazaron y se fueron sonrientes, desapareciendo por una calle que giraba a la derecha.
Un viejo se sentó a su lado. Miró al joven con cara de compasión y le dijo:
- Muchacho, ¿no viste? - le preguntó con un marcado acento argentino-. La muchacha que vos esperabas se fue de paseo con tu alma.
Aliviado sin causa le agradeció al viejo su explicación.
"Ya decía yo que desde hace un tiempo me sentía, como vacío..." pensó.

El Vendedor de Versos.

domingo, 25 de octubre de 2009

Del desencanto y el desengaño

"Y odié la vida, porque el trabajo que se ha hecho bajo el sol era calamitoso desde mi punto de vista, porque todo era vanidad y un esforzarse tras viento".

Libro del Eclesiastés 1:17.

Descubrir que los versos que anoche te apasionaban, a la mañana siguiente apenas te interesan. Que la mirada que prendía la llama ahora solo prende el fuego inocuo de tu indiferencia.
Se conocen las relaciones con fecha de caducidad, los intereses, las maldades, la sospecha, lo más bajuno del ser inhumano.
Los palacios se transformaron en andrajosas casuchas que ahora se caen a trozos. Porque ningún palacio se puede disfrazar de lujo para ocultar ese infierno que habita en él. Si las apariencias construyen sus vidas, aparentemente tendrán de todo y literalmente no tendrán nada. Pobres, pobrísimos, paupérrimos. Altivos, mezquinos, aduladores, avaros, egoístas, diablos, satanases.
Las ganas de volar y de soñar ahora son un ir tirando, una alegría de tanto en tanto, un ir sobreviviendo a la inmensa tristeza que provoca el desencanto.
La elegancia y lo pomposo, vanidad de vanidades.
Los sueños, sueños empaquetados, sueños que tú no decidiste soñar. Pedestales donde intentaron aposentarte para sentirte idolatrado, que tú has rechazado. Pedestales tras los que estúpidos se matan con tal de ser entronizados con la corona de la fama y la superficialidad.
Sociedad enferma, de los sinvivires, de los quehaceres, de los sin tiempo, de los sin alma, de los sinsabores. Mundo de la etiqueta, de la ignorancia, de la penumbra, del engaño, de las putas, los puteados y los hijos de puta. La sociedad del desengaño.

El Vendedor de Versos.