domingo, 1 de marzo de 2009

El fotógrafo

Siempre pensé que era más filósofo que fotógrafo. Un sabio, alguien tremendamente inteligente. El tipo de persona del que me encanta rodearme, de los que pocos se hallan. Cuando rompía el silencio superaba su belleza, con palabras que hacían que el resto del mundo se detuviera, esperando a que terminara, en un segundo plano.

Él amaba la fotografía por encima de todas las cosas. Su instrumento de pensar, el mismo que seguía enseñándole muchas cosas. Solía contar con nostalgia que fue producto de la fotografía, que nació gracias a ella. Su padre enamoró a la que sería su madre enviándole un retrato.

Hablaba de cosas profundas. Una vez le pregunté por la fragilidad de la verdad. Me contestó que en nuestra era la distinción pertinente en campos como la política o la omnipresente economía ya no está entre lo verdadero y lo falso, sino entre lo verosímil y lo inverosímil. La diferencia ya sólo está en mentir bien o mal, porque la verdad la hemos dado por perdida.

Y cuán posmoderna era la fotografía en esto: miente siempre. Y un buen fotógrafo es el que mejor miente, dándole una dirección ética a su mentira.

Yo detesto Facebook, Tuenti, las nuevas redes sociales donde todo hijo de vecino cuelga sus fotos sin pudor ninguno. Basta con darse un garbeo por la red para realizar la fantasía infantil de ser el hombre invisible, y atravesar las paredes, fisgar sin ser visto. Los hay morbosos, ingenuos, inteligentes, mórbidos, estúpidos, sutilmente eróticos y definitivamente horteras. Él rebajaba mi indignación. Hoy la fotografía ya no se hace para inmortalizar una ocasión solemne. No es memoria del pasado, es parte del presente y tan efímero como él. Quienes cuelgan fotos íntimas, temen y desean al mismo tiempo que sean públicas.

Resulta gracioso, pero la red se convierte en algo parecido a lo que debieron ser las bibliotecas en tiempos de Cervantes: el lugar para vivir vidas paralelas.

¿Y qué sino buscamos? Alejarnos de la aburrida realidad, de la monotonía y la rutina, cada uno por diferentes vías de escape, aunque cada vez más comunes en todos. Se evaden quienes llevan vidas paralelas en la red y entre miles de amigos que cuentan en su página personal, pocos cuentan de verdad en su vida real. Se aleja de la realidad el escritor que vive en sus historias, el cinéfilo, el deportista, el cotilla y el psicólogo.

Y ahora todos observamos todo y todos somos observados.

Si ocurre algo fuera de lo normal miles de objetivos dispararán en cuestión de minutos, incluso de segundos hacia el epicentro del escenario donde ocurra todo.

Y luego está la realidad manipulada por Photoshop. Aunque bien conocemos a individuos que no necesitan ningún programa de retoque fotográfico digital para manipular la verdad. El fotógrafo se muestra tranquilo ante el fenómeno Photoshop. No es más que la vuelta a la pintura, de la pincelada a la pincelada del pintor al píxel por píxel del fotógrafo digital.

¿Y qué somos? El fotógrafo dice que nosotros seremos –ya somos- meros contenedores de historiales de emociones, eso es nuestra identidad.

Si muriésemos y pudieran tomar nuestra memoria y grabarla en un disco duro para que la insertaran en un cuerpo nuevo, seguiríamos siendo nosotros pero en otro cuerpo.

Al igual que la fotografía, la memoria no es la que conserva lo vivido sino la que selecciona lo recordado. El gran papel de la memoria es excluir hechos, no conservarlos. Es lo que hace la fotografía, no plasma toda la realidad, sino que selecciona una parte de ella: la que sale en la foto.

Los ojos no son para ver la realidad, sino para evitar verla toda. Si no lo hiciéramos, sería imposible vivir.

A Joan Fontcuberta, filósofo de la fotografía.

El Vendedor de Versos.