domingo, 6 de febrero de 2011

Saturday night fever

Salí del local al borde de un ataque de ansiedad. El gin tonic de Martin Miller parecía haberse multiplicado por diez dentro de mi estómago y me sentía muy mareado. Parece que a mi alrededor beban del elixir del futuro, ansiosos, como si entre los cubitos de hielo se pudiera encontrar algo que no he sabido encontrar. Matando la sed de la juventud a base de alcohol. La felicidad de los cuatro cubatas se disfraza de felicidad, pero sólo está vestida de inconsciencia. Yo quiero ser feliz siendo consciente, como dijo Pablo Hasél. Ya no quiero que la marihuana me evada, ni quiero que la cocaína me energice, ni que el alcohol me aturda. Me he cansado de ir de bar en bar, buscando a la poesía hecha mujer y de que jamás aparezca. No quiero recordar los besos que tiré borracho y que ni siquiera quisiste guardar en tus bolsillos de recuerdo. No quiero sentir nauseas al recordar con quién me fugaba hacia esquinas oscuras.
Hace frío y me gotea la nariz, vuelvo a entrar al local. La ola de calor de la gente enlatada me azota en una bocanada. Pasan hasta cuatro personas que me conocen, y hasta cinco que no me saludan.
La niña que recordaba jugando en el parque ya ha crecido y está borracha, se besa y se toca con un tipo cansado de hacer lo mismo con una distinta cada fin de semana.
La camarera palia sus desalientos magnificando su escote, pero sabe que los piropos de los borrachos jamás podrán curar su espíritu.
El borracho del pueblo hace el ridículo en la tarima. Si alguna vez despierta de su sueño de alcohol que ya dura décadas y busca entre sus manos algo de valor, arrojará su cuerpo al camión de la basura.
Y yo miro abstraído y solo, rodeado de noctámbulos, sintiendo que pasaron todos los vagones llenos de grupos de gente y que no me subí a ninguno. Que seguirán pasando vagones llenos de gente y que no voy a encontrar mi sitio y no sé si quiero encontrarlo. Difusos, apenas como un borrador escrito con vagos trazos, quedan los años en los que las primeras borracheras me sabían a libertad. Los momentos en los que sentados fuera, pasando frío, al lado de un pub de mierda imaginábamos futuros y los proyectábamos como castillos en el cielo, yo no me quejo, pero ya nos hemos pegado tremendas hostias, que matan para siempre como tirarse desde un rascacielos.
El maldito reloj sigue corriendo tan rápido que apenas me deja saborear la nostalgia que me queda, y llorarla a gusto con mi almohada. Quizá todos estamos muertos desde que perdimos la inocencia on Saturday night fever.

El Vendedor de Versos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Al leer tus textos siempre me pasa lo mismo, me pierdo entre las palabras, y al acabar deseo leer más, y me quedo reflexionando.

Nunca dejes de escribir.

Anónimo dijo...

llega un momento ( y no tiene xq ser a los 30)q,sin saber xq,esas noches de perdida de inconsciencia en lugares donde no se puede mantener una conversacion,ya no te llenan.Un dia miras a tu alrededor y no ves mas que maquillaje,gente q quiere ser lo que no es....y te ves a ti,alli perdido/a en medio de una isla!!!!!!!!!!!!!!!en ese momento te das cuenta de que estas madurando,de que prefiers pagar 7 euros por una copa,xo mantener una cnversacion cn la persona que te acompaña,q ir en busca del tipico 2x1 de matarratas....
bienvenido a mi mundo!!!!!!!!!!

Anónimo dijo...

Me gusta que no te guste :)

Anónimo dijo...

El hombre de hojalata no tiene ningún componente de barro, no se puede romper.