jueves, 7 de agosto de 2008

El autobús

Uno, dos, cinco, diez, veinte o más minutos nos roba el ladrón del tiempo que nos cambia por un billete el escenario de la vida.
Pago al conductor que lleva cara de rutina o de hastío, no sé bien, quizá un poco de las dos. Suele llevar sintonizada la peor de las emisoras de radio posibles. Hace años que hace ese trayecto y para él, la radio casi es lo de menos, con el tiempo ni la escucha, convirtiéndose así en un leve rumor que le acompaña.
Toman asiento los viajeros, bien adelante para quiénes guste ver de cerca la carretera y dejar atrás líneas discontinuas, líneas continuas... O bien atrás, para quien quiera recostarse descaradamente y fundirse con los cascos del mp3, el móvil y cualquier otro chisme. Aislarse del mundo mirando con desgana por la ventana, viendo sólo monigotes cuyo motor es su día a día, tan sólo aislarse el tiempo que dure el viaje.
El autobús es viejo, quién sabe cuántas personas habrán subido en él. El traqueteo de los baches y sus amortiguadores tocados de muerte por el tiempo y el pasotismo de quien debiera mantenerlo, despierta un sonido mecánico de grillos.
El conductor frena, gira y cambia de marcha bruscamente.
La gente se agarra fuerte y los despistados que no lo hacen causan gracia con torpes pasos al borde de la caída. El vaivén del autobús.
Se estudia a cada pasajero que sube en cada parada. Se esquivan las miradas que fijas resultarían incómodas o molestas. Miradas curiosas de reojo. Miradas descaradas.
Una mujer ocupa con su enorme trasero un asiento y medio al precio de uno solo.
Hay una chica bajita y regordeta de ojos dulces y pequeños color miel sentada en los asientos de al lado.
Un hombre que solamente es ya una sombra del hombre que debió ser antaño asalta al conductor con una imparable verborrea que visiblemente aturde al conductor.
- Antes yo era camionero ¿sabe usted? Pero lo tuve que dejar cuando me pillaron con un cargamento de tabaco en la aduana-.
Viste elegante, pero su camisa y su traje están viejos.
Atrás dos mujeres hablan de que si el niño no me come, que si mi Juan está engordando, que si con la crisis está la cosa muy mal, que si no saben si ir a Salou o a Cambrils...
Sube una chica guapa. Me mira. La miro. Va hacia los asientos de atrás del todo, y cuando ya debían haber pasado cinco minutos aún recorría en la memoria sus piernas morenas.
Una, dos, tres y otras tantas paradas más. El cielo se nubla.
Fin del trayecto.

El Vendedor de Versos.