jueves, 21 de agosto de 2008

La escuela

El profesor pedía silencio a gritos. En aquel instante desperté de mi letargo, del insufrible tedio de cada clase encerrado entre cuatro paredes. Regresé de una zona a quienes algunos llamaban “mi mundo”, otros “la luna” y el resto “las musarañas”. Y mirando a aquel funcionario de la enseñanza al que nunca consideraría un maestro, gordo y barbudo, no sin cierto menosprecio por aburrirme un poco la vida, pensé en cuán poco me enseñaron en la escuela.

Nadie me explicó nunca que la muerte de mi abuelo me robaría de la noche al día mi infancia, así de golpe, como un bofetón en el cielo de la boca. Ni la dureza de ver a una abuela perder poquito a poco su memoria, su identidad y como la consumía día tras día un verdugo llamado Alzheimer.

No fue ningún maestro quien me enseñara las cosas importantes de la vida. Como uno debía comportarse, ayudar a los demás, ser hospitalario… No fue un maestro, fue aquel hombre que se durmió en la muerte quien me legó todo lo bueno que haya sido y llegue a ser.

No me hablaron de que la cosa más hermosa era contemplar la lluvia, asombrarse ante la fuerza de los truenos, la luz de los relámpagos, de que el olor a tierra mojada despertaría mis sentidos. Sentirse insignificante bajo el paso del universo cubierto por un manto de estrellas. Del infinito placer de bañarse desnudo en el mar, de ver amanecer y de una puesta de sol anaranjada, color de fuego.

Ningún libro de texto me hablo del primer beso, el juego de lenguas entrelazadas, de pasiones adolescentes. No avisaron del ansia del primer amor, de aquel maldito amor no correspondido que me daba punzadas en el corazón, de su pelo suave que olía a maravilla, de sus ojos color miel y el antojo de sus besos que aún sueño, aún te sueño…

Precisé pisar las calles y oír hablar a la gente sobre la maldad, el horror, el terror, el sufrimiento, los intereses creados, la codicia, las guerras donde solo mueren inocentes, las clases sociales, el dinero, y en definitiva, de un sistema podrido desde el más alto al más bajo de sus escalones.

Nadie me dio una guía para vivir, para conocer el bien y el mal, para desengañarme y llegar a conocer que un futuro mejor es posible, que Dios nos lo tiene reservado y tan solo debemos acercarnos a él para conocerlo, lejos de liturgias, cruces e inmensas catedrales.

Aquel barbudo nunca me explicó mi extraño comportamiento al ver a Jéssica, tan solo al percibirla me comportaba como un estúpido, prendado de su ser y sus suspiros perfumados.

Tampoco me mencionaron que al descubrir la más bella de las rimas, la música, la poesía, o las novelas que roban el sueño de medianoche se podía producir en mí un sucedáneo de síndrome de Stendhal, que suele tomarme al ver a bellas mujeres y pasear por las calles de París y Barcelona.

No me dijeron que los mayores héroes son desconocidos, del poder de la amistad, de la buena voluntad que aún está alojada, quiero creer, en el corazón de muchos seres.

No recuerdo nada importante que me enseñaran en la escuela.

Pero día a día escribo mi historia, la historia de mis sentidos.

El Vendedor de Versos.

jueves, 14 de agosto de 2008

La cárcel

Mas no temas al ver los barrotes de una lúgubre prisión, prisionero... Que prisioneros somos todos encerrados en un cuerpo que encierra un libre corazón...

La cárcel de carne y hueso, de la mortalidad, de la mente que flagela el propio espíritu...
La cárcel de la soledad...
La cárcel del maltrato, la violencia, la codicia, la indolencia, la marginación y la pobreza...
La cárcel de un sistema que ahoga a la gente noble...
La cárcel del engaño, de la ignorancia...
La cárcel destructora de la drogadicción, del alcoholismo...

Y yo... Yo seguiré recluso en mi cárcel. La cárcel de papel.

El Vendedor de Versos.

Escrito el 8 de mayo de 2008.

jueves, 7 de agosto de 2008

El autobús

Uno, dos, cinco, diez, veinte o más minutos nos roba el ladrón del tiempo que nos cambia por un billete el escenario de la vida.
Pago al conductor que lleva cara de rutina o de hastío, no sé bien, quizá un poco de las dos. Suele llevar sintonizada la peor de las emisoras de radio posibles. Hace años que hace ese trayecto y para él, la radio casi es lo de menos, con el tiempo ni la escucha, convirtiéndose así en un leve rumor que le acompaña.
Toman asiento los viajeros, bien adelante para quiénes guste ver de cerca la carretera y dejar atrás líneas discontinuas, líneas continuas... O bien atrás, para quien quiera recostarse descaradamente y fundirse con los cascos del mp3, el móvil y cualquier otro chisme. Aislarse del mundo mirando con desgana por la ventana, viendo sólo monigotes cuyo motor es su día a día, tan sólo aislarse el tiempo que dure el viaje.
El autobús es viejo, quién sabe cuántas personas habrán subido en él. El traqueteo de los baches y sus amortiguadores tocados de muerte por el tiempo y el pasotismo de quien debiera mantenerlo, despierta un sonido mecánico de grillos.
El conductor frena, gira y cambia de marcha bruscamente.
La gente se agarra fuerte y los despistados que no lo hacen causan gracia con torpes pasos al borde de la caída. El vaivén del autobús.
Se estudia a cada pasajero que sube en cada parada. Se esquivan las miradas que fijas resultarían incómodas o molestas. Miradas curiosas de reojo. Miradas descaradas.
Una mujer ocupa con su enorme trasero un asiento y medio al precio de uno solo.
Hay una chica bajita y regordeta de ojos dulces y pequeños color miel sentada en los asientos de al lado.
Un hombre que solamente es ya una sombra del hombre que debió ser antaño asalta al conductor con una imparable verborrea que visiblemente aturde al conductor.
- Antes yo era camionero ¿sabe usted? Pero lo tuve que dejar cuando me pillaron con un cargamento de tabaco en la aduana-.
Viste elegante, pero su camisa y su traje están viejos.
Atrás dos mujeres hablan de que si el niño no me come, que si mi Juan está engordando, que si con la crisis está la cosa muy mal, que si no saben si ir a Salou o a Cambrils...
Sube una chica guapa. Me mira. La miro. Va hacia los asientos de atrás del todo, y cuando ya debían haber pasado cinco minutos aún recorría en la memoria sus piernas morenas.
Una, dos, tres y otras tantas paradas más. El cielo se nubla.
Fin del trayecto.

El Vendedor de Versos.

viernes, 1 de agosto de 2008

¿Quién eres?

Buscando todavía el motivo de cómo y por qué había llegado hasta esa surrealista terapia de grupo, llegó su turno.

Minutos antes inspeccionaba con inquietud a sus estrafalarios compañeros. El espantoso catálogo de individuos que conformaban el grupo, comprendía desde un esquizofrénico con impulsos asesinos, hasta un hombre que sin serlo ni esforzarse por parecerlo, se comportaba como una mujer. Más bien una penosa mezcla entre una gallina y una mujer. Sus esfuerzos para actuar como una fémina resultaban lastimosos. Tanto que cualquier persona corriente hubiera sentido vergüenza ajena al observar sus sobreactuados ademanes y su habla de cacatúa desplumada.

Eso por no hablar de quién se suponía, debía ayudarles a vencer o corregir las “conductas contrarias al bienestar de la comunidad” que manifestaban sus pacientes.

El psicólogo era un hombre sesentón de imagen descuidada. Lo revelaban sus desordenados cabellos grises de científico tocado, una mirada de entre lunático y psicópata sumado a un comportamiento grotesco. Sin embargo, aquel hombre parecía ser el centro de todos ellos, y se erigía como un dios para aquel rebaño de chiflados.

- Cuéntanos algo sobre ti, ¿quién eres Daniel?

- Bien… Mmm… Soy asistente ejecutivo y…

- No he preguntado a qué te dedicas. Sólo quién eres tú.

- Ah, de acuerdo -balbuceó-. Bueno… Soy un buen tipo, me gusta jugar a tenis…

- No, no. Tus hobbies no. Es algo más sencillo –dijo con una sonrisa de comprensión y simplicidad- ¿Quién eres?

Cansado de que ninguna de sus respuestas le pareciera buena, preguntó:

- ¿Me podría dar un ejemplo de lo que considera como una buena respuesta a su pregunta?

Mirando al compañero de terapia de actuaba como mujer-gallina, preguntó:

- ¿Tu qué dirías?

Le hizo una mueca burlona y empezó a reír, cuando el psicólogo le volvió a inquirir, con una sonrisa sarcástica pintada en los labios:

- ¿Estás preguntando a los demás quién eres?

Como una onda expansiva, las carcajadas alcanzaron a todo el grupo. Risotadas a costa del nuevo de la terapia.

Daniel estaba molesto. Le recorría el cuerpo un sudor frío, nervios de rabia. Unos personajes como recién secuestrados de un manicomio se lo pasaban en grande riéndose de él. Rojo de ira, y con un tic nervioso que hacía que no parara de mover su pie, volvió a intentar contestar la dichosa pregunta:

- No, no… No sé, soy un tío accesible, que confía en…

- Daniel, no describas tu personalidad… Sólo dime quién eres.

- ¡¡ No sé qué quieres decir con esa maldita pregunta!! ¡No me gusta mi trabajo; odio a mi jefe y odio tener que ir detrás de él todo el santo día; no me llena conducir un buen coche, ni tener una casa grande para mi solo; estudié la carrera de empresariales porque mis padres me presionaron argumentando que así sería alguien en la vida; no tengo tiempo para mí, no pienso demasiado en los demás, y en definitiva, detesto la vida que llevo!!

- Bien Daniel, por fin. Ahora sí sabemos quién eres.

El Vendedor de Versos.


Inspirado en la primera sesión de terapia de grupo de Dave en la película "Anger Management" (Ejecutivo agresivo)